Encuentros prohibidos
Tumbada en la cama deslizaba distraídamente, la yema de los dedos por su piel. Una sonrisa, entre maliciosa, desvergonzada y plena se dibujaba en su rostro. Nunca imaginó poder sentir así.
Princesa, mi princesa. En pocas ocasiones por su nombre. Él siempre la llamaba así y ella bromeaba respondiéndole: “Sí, mi Gentil Hombre”. Bromeaba, aunque le gustaba. Porque así se sentía a su lado, todo su tiempo con él, se transformaba para disponerse a recibir toda su atención y aquel afán por complacer cada deseo, en el que le encontraba solícito y dispuesto. En aquellos intercambios en donde se deleitaban con esa alegre sensualidad, que nacía entre ellos de modo espontáneo, solo reinaban ellos.
Sus dedos seguían recorriendo aquella piel que aún vibraba recordando la piel de él. Suspiró, con un suspiro lleno de satisfacción, abandono y, aún… deseo.
Un silencio impregnado de sensaciones llenaba la habitación, sus ojos se tocaron y, sin más… sus cuerpos se reclamaron de nuevo, comenzando a interpretar la misma danza, al unísono, siguiendo cada compás del otro, conectando hasta llegar a penetrar en lo más profundo de su existencia, desde ese momento sabían, y al percibir todo del otro, su fusión llegaba a ser casi perfecta.
Encuentros prohibidos… sí, llenos de pasión, deseo y abandono. Ellos tenían su propio lenguaje y éste era desplegado con toda intensidad en aquellos juegos inconscientes, interminables. Sin palabras, los dos sabían hasta el mínimo deseo del otro y era complacido. Preocupaciones, deseos, necesidades todo era revelado. Se fusionaban hasta embriagarse y en ocasiones hasta el agotamiento, plenos como si con cada encuentro se llenaran de vida mutuamente.
Compartían pocas tardes de la semana, con suerte, unido a noches de conversación, entrega y complicidad. Donde los episodios de sueño y voluptuoso abandono se unían, llegando a un estado en que no podían discernir, si soñaban la entrega o se entregaban y soñaban.
Disfrutaba cuando sabía que se verían, le encantaba prepararse para él, deleitándose en la evocación de esos momentos compartidos, pero su felicidad era mayor cuando sin avisar, sin ser una de esas tardes… Le veía. Al ser inesperado, el abandono y la entrega, se convertía en una inercia urgente por consumar aquel regalo inadvertido.
Luego, los días sin él, días de evocación y deleite que también disfrutaba, porque sabía que era suyo de un modo no compartido con nadie, existía un deseo tan visceral que imaginaba solo disfrutaban ellos. Creía que en cada uno de aquellos encuentros; a veces, dominados por un lenguaje brusco, impulsivo de competencia e inmoralidad; otras donde solo reinaba el deseo dulce, tierno y solícito en complacer cada avidez del otro, en cada ocasión… Era como recibir un bálsamo, un encuentro medicinal sanando todas las heridas, como en un tácito acuerdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario